junio 13, 2009

CAPíTULO I (fragmento)


¡ISTAMOS PIRDIDOS![1]

 

La radio había prometido 2 grados centígrados de mínima pero el termómetro se empeñaba en bajar mucho más allá del límite anunciado. En ese tiempo no se conocía la sensación térmica, aunque sí otro tipo de sensaciones:  la sensación de vacío de mi estómago pasado de hambre cuando eran las dos de la tarde y Mariotti no paraba de dictar, la sensación de impotencia de tener poco gas y nadie que me abrigara a la hora de dormir, la sensación de soledad de la chacra pero en un suburbio de Buenos Aires, la sensación de cansancio mucho más allá del cuerpo y de las ganas de levantarme; en fin, la sensación de domingo. 

Salté de la cama poco después de oír el inconfundible motor del furgoncito  de los diarios y empecé a prepararme con tiempo para ir a escuchar La Revista Dislocada en el Auditorio de Splendid. Después de una ducha rápida con agua casi helada, me puse el vestido beige, los zapatos marrones, y las medias de seda: el tapado azul marino me esperaba, con sus agujeros de polilla en el cuello y los guantecitos de lana en el bolsillo, para cuando terminara el mate y decidiera enfrentar la mañana poblada de señoras que volvían de misa escondiendo la mantilla en una mano, presurosas por preparar un almuerzo capaz de armonizar a la familia alrededor de la mesa desplegada. Es curioso cómo las mujeres registramos minuciosamente los detalles que no hacen a la historia, o quizás sea que las historias que contamos las mujeres estén hechas de pequeños detalles, de retacitos aparentemente nimios que crecen, juntos, hasta convertirse en una gesta. Y que por eso mismo, las historias que contamos las mujeres sean mucho más historias -más vivas, más reales- que las que inventan los hombres para justificar su existencia: la cuestión es que hasta me acuerdo que esa mañana de junio del ’54, ansiosa por ver en persona a los artistas de la radio y por no dejar que la pereza dominical me ganara una vez más, el gallo del fondo me había despertado exactamente a las cinco y media y desde entonces no había podido dormirme, ignorante de que la próxima vez que intentara hacerlo ya la noche se habría convertido en un nombre propio difícil de olvidar. 

 

Llegué a Uruguay al 200 a eso de las diez y veinte de la mañana, y me felicité por el madrugón:  era la décima de la fila.  Recostada contra la pared, me puse a llenar la espera repasando mis mejores recuerdos: el día que me eligieron angelito del grado porque no había abierto la boca ni siquiera en los recreos y mi padre juntó para mí un puñado de margaritas silvestres del arroyo; la vez que mamá me dejó ayudarla en la cocina y me enseñó a hacer el bizcochuelo con la receta de la abuela que sólo ella conocía; la tarde en que llegué a Buenos Aires y un muchacho, de traje cruzado y Orion de cinta de seda, me cargó la valija hasta la salida de la estación y me invitó a tomar un cafecito que por supuesto no acepté; la mañana en que Mariotti me llamó a su oficina para decirme que me aumentaba el sueldo porque nunca había tenido una secretaria más eficiente que yo.  A las once, la cola llegaba hasta la esquina y yo empezaba con lo poco memorable del último año, a partir de cuando me fui de la pensión de Almagro y me alquilé el departamentito por el sur. Media hora después un muchacho que pasó dijo que la gente se extendía hasta el edificio de la esquina: antes de que fueran las once y media, la cola ya había dado la vuelta a la manzana y se duplicaba al lado mío, casi sobre el cordón. Más o menos a esa altura, fue cuando se me acabaron los recuerdos y me distraje mirando a una morocha alta, elegante, con un tapado de piel que parecía despedir luz, que esperaba en la cola exactamente una manzana después que yo: me concentré en ella con una suerte de fascinación inexplicable, analizándola hasta en su forma de llevarse el cigarrillo a la boca -Hollywood, seguramente- y de prenderlo con un encendedor dorado luego de extraerlo de una cigarrera de cuero de víbora color bordó. Es una chica bien, me dije con cierta tristeza, en un instante en que el tiempo, dramatizado por mi falta de sueño y por la extensión de la espera, pareció perder dimensión y carnadura real. Estaba por arrepentirme de la forma en que había decidido sortear el domingo cuando vi que el reloj de la tienda de enfrente señalaba las doce, y mágicamente la cola empezaba a caminar. Avancé unos pasos siguiendo a la pareja de adelante: los suficientes para que la morocha -que evidentemente no iba a poder entrar al Auditorio por su impuntualidad, rubro en el que una vez más me sentí ganadora- también avanzara en su propia dirección.

Cuando conseguí llegar al hall, siguiendo sin conciencia de mis movimientos a la muchedumbre que se precipitaba escaleras arriba para conseguir la mejor butaca, le di una moneda al acomodador con la intención de que me ubicara: como si fuera la negación de los muñecos mecánicos que años después empezaron a poblar Constitución tocando toda una rumba por apenas unos centavos, el acomodador, con ojos cansados y movimientos tediosos, retuvo la moneda en la mano y, sin decirme siquiera gracias, se quedó plantado en su lugar. Resignada a su indiferencia, conseguí ubicarme en una butaca de la última fila y me quité los guantes para prepararme a las órdenes del claque, un pobre tipo cuya única virtud era tener manos enormes y capacidad de dirigir a una masa ávida de salir en la radio, aunque más no fuera a través del estruendo anónimo de una suma de aplausos. Una vez que el hombre se hubo parado frente a los afortunados que logramos entrar al Auditorio, volvió el acomodador, ahora animado como un perrito faldero, guiando con una deferencia rayana en lo servil a la morocha que me había llamado la atención y que ahora, satisfecha con su hazaña de entrar sin merecerlo, sonreía a diestra y siniestra con actitud triunfadora. La codeé a la señora que estaba sentada a mi derecha.

- Claro, las oligarcas de siempre -le dije molesta- llegan cuando se les da la gana, las dejan entrar aunque esté por empezar el programa y encima por poco las llevan a upa, a ver si todavía tienen que caminar, las señoritas.

- ¡Shhhhh, callesé…!  -susurró la señora- Callesé que por ahí es alguna actriz de radioteatro, yo leí en la Mundo Argentino que a veces se meten entre el público para escuchar los comentarios de la gente y transmitírselos a las autoridades de la radio. Que este gobierno es así -completó en voz muy baja creyendo que no la escuchaba-. Una tiranía.

El acomodador me miró y me hizo señas de correr el tapado de la butaca de mi izquierda para hacer pasar a la tilinga: sin ninguna gana le dije que sí y, rodeada por un mar de aplausos en el que no podía participar por esa distracción obligada, la pituca pasó sacudiéndome el sacón de piel por encima de la cara, con la cartera oscilando en el aire peligrosamente cerca de mi nariz. De pronto creció el fervor de la gente, ratificado por la voz del speaker que anunciaba La gran creación cómica de Délfor: escondida detrás de la morocha -a quien se le había trabado el taco en el pie de la butaca y no se movía de adelante mío- supe que me estaba perdiendo el mejor momento de la audición.

- ¿Se va a correr, señorita..?

- ¡Sí que me voy a correr, no ve que estoy tratando? -la voz no le sonaba tan pituca, y tampoco el tono: en aquella época, se suponía que la gente bien educada jamás se violentaba con desconocidos.

- Por favor, trate que sea antes que se termine el programa...

- ¡Ay qué le pasa, se cree que le voy a tapar a Délfor y no va a poder verla y enamorarse de usted...?

Yo sí que no era gente bien, pero aún así, era incapaz de ponerme a discutir o a pelear en una situación semejante. Sin embargo, la morocha no se detuvo en su total ignorancia de mí: cuando consiguió soltar el tacón se desplomó en la butaca, me dio un carterazo, y me tiró medio tapado de piel encima.

- ¿Me lo puede correr, por favor...?

Lo sacó de un tirón. 

- No sé qué le molesta, aproveche para conocer una piel de verdad.

- ¡Le ruego que..! –levanté la voz, asombrada de mí.

- ¡SSSShhhhhhhhhhhhh! -intervino la mujer a mi derecha-.  ¡Dejen escuchar, de una vez!

 

La morocha, desconocedora de cuánto me estaba molestando, se puso a mirar el espectáculo y enseguida empezó a reírse con una linda risa, una risa franca; de nena contenta. Me dio envidia: yo no podía disfrutar del sketch ni de la audición y hasta me había perdido la entrada de Délfor por culpa de ella, y ella, tranquilísima, se divertía como si no existiera el mundo alrededor. Disimuladamente le di un codazo como sin querer y ni lo notó: siguió riéndose, cada vez con más ganas: entonces le di un segundo codazo bastante más fuerte que el primero y le hice desaparecer la risa. 

- ¡Pero qué está haciendo, conventillera..!

- ¿Quién, yo? -sin tener la menor idea de lo que estaba pasando en el sketch, clavé los ojos en el escenario.

- No te hagás la distraída, querés...

- Yo no la autoricé a que me tuteara, señorita -la frené.

Se recompuso en su papel.

- Pero usted acaba de clavarme el codo hasta las costillas, y no me diga que no fue a propósito.

- ¿Sí?  Ay, no me di cuenta. Habrá sido sin querer. Disculpemé.

- ¡Sin querer, sí, justamente, si...!

- ¡Ssssshhhhhhhhhh! -otra vez la mujer de al lado.  -¡Silencio, por favor!

- Andá a chistar a la estancia, lechuza... -masculló la morocha, impostando una voz de oligarca donde las ches sonaban como golpes secos. 

Hice un esfuerzo para no tentarme: era exactamente igual a la forma de hablar de la mujer.

 

Un poco más relajada, empecé a atender al segundo sketch pero aún así no conseguía disfrutarlo como la morocha, que festejaba con aplausos enguantados cada chiste del elenco riéndose de una manera que le comprometía todo el cuerpo y le hacía tintinear los pendientes, con los hombros echados hacia atrás en una postura perfecta, y las manos -finas y delicadas- acariciando los bordes de los apoyabrazos con aire sensual. Rencorosa y amparada en un remate bastante grueso que desató una andanada de carcajadas, aplausos y silbidos, zapateé en el piso como parte del festejo y aproveché la euforia general para darle un pisotón.

- ¡Si no se deja de molestar, ya mismo llamo al acomodador!

- ¡Si yo no le hice nada...! -protesté inocente.

- Claro que no le hizo nada la chica, yo la veo a usted que la está molestando desde que llegó -se metió con muy mala suerte la señora de al lado.

- Usted acá qué pito toca... Bah, se ve que ninguno... -le dijo la morocha, y la mujer dio un respingo como si le faltara el aire. 

- ¡Pero cómo se atreve...! -se indignó. - ¡Acomodador, acomodador! -se puso a llamar infructuosamente al hombre que, luego de acompañar a la pituca, había recobrado su andar cansino y su cara de nada. 

-Sí llamalo, a ver si te puede acomodar la cara y esa nariz de lorenzo que tenés. 

Traté de evitarlo pero no pude: me tenté de la risa, y la pobre mujer, que se había involucrado por defenderme, se enojó conmigo también.

- ¡Acomodador, estas señoritas me están molestando!

 

Ya había empezado un nuevo sketch cuando el acomodador se paró en la punta de nuestra fila para ver qué pasaba. 

- Que estas señoritas me están molestando, y no me dejan ver la audición.

De pronto, la morocha se transformó y adoptó un tono encantador: Señor acomodador, no sé qué es lo que le molesta a la señora… dijo pestañeando lentamente, ocultando y descubriendo unos enormes ojos verdes,  porque mi amiga y yo no le hemos hecho absolutamente nada.

Quizás porque unir fuerzas con una chica así de pronto se me hizo mucho más atractivo que recibir la protección de la señora, o porque hacía tanto tiempo que no me pasaba algo divertido, sin pensarlo dos veces la acompañé.

-No sé, estábamos riéndonos nomás, no sé si le habrá molestado que nos riéramos, es que la audición es tan buena que... -sonreí tratando de imitar a la morocha.

Sentir que el hecho de que el acomodador se volviera a su asiento del fondo ignorando los reclamos de la mujer era un logro compartido, me dio un cierto orgullo y me erguí en la butaca echando los hombros hacia atrás, como ella.

- Darling, la vieja esta parece Mordisquito... –me susurró al oído.

- Más que Mordisquito Mordiscón, mirá los dientes que tiene... -me atreví a seguirla, y volvimos a tentarnos las dos.

 

Para mí los domingos al atardecer eran como el final de las vacaciones, como esos últimos días del verano en que en cuanto el sol baja hay que ponerse un saco en los hombros y la playa se queda vacía un poco más temprano cada vez. También se parecían, los últimos días del verano y los domingos al atardecer, en eso de que una trataba de aferrarse a algo que la alejara de esa nostalgia de luces apagándose. Entonces me inventaba un plan, un proyecto, algo que tuviera ganas de hacer en los días por venir. Una ilusión: si era Marzo, tejer un pulóver del color que iba a estar de moda ese invierno, planear ir al cine cada vez que lloviera, ahorrar para comprarme un televisor para las noches de frío, o invitar, dos veces por mes, a Silvita o a Lucrecia a tomar el té con tortas caseras. Si era un domingo, en cambio, me convencía de desear que fuera lunes porque los lunes a la noche volvía La humana charla diaria de Nené Cascallar con sus consejos para la vida, o me mentía que esa semana podía llegar a ser linda porque en una de esas Mariotti decidía tomar un abogado joven que fuera soltero y buen bailarín. Algo, alguna cosa, por pequeña que fuera, que me diera el valor de afrontar el lunes y los meses de trabajo y la rutina y todos esos días en blanco de mí misma con un relampaguito de entusiasmo, para poder soportar que estuviera tan cerca el fin del fin de semana; para poder atravesar sin desarmarme esa sensación de pequeña muerte que volvía una y otra vez. Me imagino que fue por eso que inmediatamente acepté ir al cine a la salida de la audición, y también porque estaba muy poco acostumbrada a que alguien quisiera hacerse amiga mía como para decirme apenas se terminó la Revista Che, yo me voy a ver Paralelo 38. ¿Vos la viste? ¿No querés venir? Y como si todas estas razones fueran pocas, confieso que en ese momento había una más: su apariencia de estrella de cine o de chica de la sociedad, sumada a su nombre; un nombre que nadie más tenía; quién y por qué podía llamarse así.

- ¿No te importa que te tutee, no? -me había dicho cuando terminamos de reírnos de la vieja. - No, si vos también me tuteás… Yo me llamo Noche. ¿Y vos?

 


[1] De La Revista Dislocada, La gran creación cómica de Délfor, por Radio Splendid, 1955.

 

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